Domingo, termina la semana pero yo no siento que termine nada. Sí, pandemia, pleno invierno (el primero que paso fuera de la casa donde crecí, y donde ahora sigo creciendo), y una meseta emocional o lo más alto a lo que pueda llegar, pero sereno. 
Voy, vuelvo y caigo; voy, vuelvo y caigo. Y a la vez siento que siempre estoy en el mismo lugar. Sobrevivir es soportarse a uno mismo, vivir es disfrutar. En ese ida y vuelta estamos atrapados. 
Veo lo que me rodea, leo lo que rodeaba a otras personas, pienso en la vida de otras personas como pienso en la mía. Puse a la vida en la cima de una torre de cristal, ahí está para mí el valor de la vida, por encima de todo. Eso es lo que sostiene mi idea de justicia, ninguna vida vale más que otra. 
Es en esta última afirmación en donde empiezan mis ideas encontradas o la avalancha de ideas que caen en mi cabeza. Es una avalancha y una rueda, es la vida pensándose. Una idea conecta con la otra, que a la vez solo es posible porque hay una tercera sosteniéndolas (y ahí aparece otra idea que toca de costado a la primera y a la segunda, pero que a la tercera la parte al medio) y sigue una cadena que de repente no veo ni dónde empieza ni dónde termina. Hasta que miro para arriba, el cielo y las estrellas, la luna o el Sol, y me doy cuenta que no sé ni dónde empiezo ni dónde termino yo. 

Hoy los límites y las definiciones no me importan. A veces me meto tanto en mi cabeza, tambaleándome, dejándome llevar, que siento que estoy flotando, que ya no piso, que ya no pienso donde pienso sino que pienso en donde siento porque entre lo que pienso y lo que siento no hay distancia ni son necesarios puentes. En ese punto me entrego al tiempo y a lo que no puedo manejar, y floto. Y vivo.

Comentarios

Entradas populares de este blog